Los Estados, los gobiernos nunca han renunciado a intervenir en el sector de la cultura, numerosos precedentes históricos así lo acreditan. En los últimos años se han desarrollado diversos modelos de políticas culturales públicas que han tratado, con mejor o peor fortuna, de incentivar la vida cultural de las sociedades contemporáneas.
Hay un largo camino
que no empieza y ya es término
y un horizonte que jamás se acerca.
José Ángel Valente
Como ya avanzamos antes, en el epígrafe 2.1 Políticas Públicas y Cultura, la intervención del Estado en determinados ámbitos de la vida de las personas y los ciudadanos se justifica en función de criterios de eficiencia, equidad o estabilidad, o en ocasiones en una combinación de los mismos (Samuelson, 1988). Si esto es válido, o más o menos aceptado, para la economía, las infraestructuras, la sanidad, la industria o la educación, cabe preguntarse ¿es la misma situación la de la cultura? La respuesta que obtengamos siempre estará condicionada por la posición ideológica de quien la haga. No obstante existe un consenso en que desde los Estados, en sus diferentes niveles, siempre hay algún tipo de política respecto a la cultura. Un neoliberal la reducirá al mínimo y la dejará en manos de las reglas del mercado en la confianza de que éste regulará la actividad cultural dotándola de libertad y de eficacia económica. Por otro lado, la socialdemocracia será partidaria de una intervención más directa y mayor en el ámbito de la cultura en la confianza de que así se producirá mayor equidad, un mejor e igualitario acceso a los bienes y productos culturales por parte de la población, confiará en redistribuir bienes y servicios culturales al igual que trata de hacerlo con otros aspectos de la vida social y política de un país. Pero aunque pueda parecer que en principio no hay diferencias esenciales entre las políticas culturales y el resto de las políticas públicas, existen elementos que las hacen al menos peculiares. Su más tardía consolidación o aparición en escena, sus contenidos a veces tan difusos, a veces tan volubles que afectan a procesos y/o elementos esenciales de la vida social e individual de las personas, entre otras causas, hacen que las políticas culturales posean un cierto hecho diferencial de las restantes políticas de los gobiernos y los estados.
Una de las primeras aproximaciones que se realizan en España a la conceptualización de la política cultural, la efectúa el profesor Vidal-Beneyto en el año 1981. Es en esa fecha cuando publica en la Revista Española de Investigaciones Sociológicas un artículo denominado Hacia una fundamentación teórica de la política cultural (Vidal Beneyto, 1981). En un breve texto, no más de una docena de páginas, Vidal-Beneyto plantea algunos de los conceptos esenciales en torno a las políticas culturales. Pese al tiempo transcurrido, la aproximación conceptual que realiza sorprende por la vigencia en un alto porcentaje de los planteamientos que expone. Vidal-Beneyto se acerca al concepto de política cultural desde un sentido de lo político como lo social y lo comunitario, sin identificarlo exclusivamente con lo estatal o gubernamental, en este sentido afirma que la política cultural podríamos definirla como el conjunto de medios movilizados y de acciones orientadas a la consecución de fines, determinados éstos y ejercidas aquéllas por las instancias de la comunidad —personas, grupos e instituciones— que por su posición dominante tienen una capacidad de intervención en la vida cultural de la misma. Una definición en la que encontramos muchos de los elementos que definen a la política: Objetivos, acciones para alcanzarlos, promotores de ambos y capacidad para plantear y ejecutar en el ámbito deseado (cultural en este caso).
Resulta igualmente interesante el recorrido que realiza por las diversas tipologías de política cultural hasta ese momento histórico. Una clasificación que podemos calificar como clásica y ya abundantemente citada por diferentes autores. Esencialmente distingue tres tipos de política cultural en función de los fines que persigue y conforme a tres paradigmas bien diferenciados:
Advierte el autor que aunque estos paradigmas tienen un origen histórico secuencial, este hecho no significa que no convivan actualmente y no se encuentren en muchos casos solapados en gobiernos e instituciones.
El concepto de base de estos paradigmas difiere sustancialmente entre los dos primeros y el tercero. Mientras que el mecenazgo y la democratización de la cultura remiten a la cultura entendida esencialmente como arte y estética, la democracia cultural nos dirige a la perspectiva socioantropológica de la cultura como forma de vida.
Para acabar con la propuesta del profesor Vidal-Beneyto destacaremos cuatro ideas importantes de su texto, entre las muchas que recoge. En primer lugar se destaca que no solo el Estado, sea el nivel de éste que sea, es protagonista de las políticas culturales. De hecho señala al menos otros agentes importantes de las mismas como lo que llamamos sector privado y que incluye lo que hoy denominamos genéricamente como industrias culturales y que contendrían desde las grandes multinacionales al tejido empresarial más artesanal, a las Fundaciones y, muy importante en su opinión, un sector semi-público que se presenta, con frecuencia, con vocación de «servicio público» y en el que hoy incluiríamos sin duda a las ONG y al movimiento asociativo amateur y de base. En segundo lugar se refiere a las carencias instrumentales de las políticas culturales en esos momentos y que tratan de cubrir acudiendo a categorías provenientes sobre todo de la economía, la sociología y la psicología social. Concretamente cita conceptos como demanda cultural, planificación cultural, innovación cultural, acción cultural o derecho a la cultura entre otros. Sin duda un déficit tanto de la política como de la gestión cultural que se ha venido arrastrando desde entonces y que para muchos aún no ha sido totalmente corregido. En tercer lugar algo que hoy en día podría parecernos una obviedad pero que en aquellos momentos era preciso dejar claro, en negro sobre blanco, y que es la coexistencia de tres campos o ámbitos culturales distintos. Señala Vidal-Beneyto que se trata de:
Otro aspecto importante del artículo es indicarnos la necesidad de disponer de un marco teórico con categorías bien definidas para poder elaborar políticas culturales fundamentadas. Señala a Identidad y Patrimonio como las que considera más fecundas de su momento siempre que se apoyen en dinámicas de comunicación/participación y en la creatividad.
Esta primera aproximación del profesor Vidal-Beneyto tuvo la relevancia de aclarar aspectos muy importantes de eso que damos en llamar política cultural y centró la reflexión en puntos esenciales como son los modelos, los procesos, los agentes y los fines de la misma. Una reflexión más reciente es la realizada por Alfons Martinell y Taína López en el año 2008 y que se basa en la construcción de un mapa conceptual sobre los conceptos claves de las políticas culturales y la gestión cultural (Martinell, 2008). La originalidad del método es que nos permite aproximarnos al concepto de políticas culturales a partir primero de la práctica profesional de la gestión cultural, como reconocen los autores de forma intencionada, y que además nos ofrece un mapa de todos los elementos y relaciones de las mismas. A partir de la construcción de una base de datos de conceptos, definiciones y vocabulario del sector profesional se elaboran sendos tesauros alfabético y temático. El segundo paso es agrupar y clasificar todos estos conceptos en campos semánticos. De todos los campos semánticos trabajados (Políticas, agentes, gestión, Información, formación e investigación y, por último, la propia cultura) nos interesa el referido a las políticas culturales dentro de este interesante trabajo. El organum, como denominan los autores al trabajo que concreta la construcción conceptual realizada, se agrupa en Dominios Generales (DG) que a su vez incluyen diversos Temas Generales (TG) que hacen referencia a lo que llaman Temas Específicos (TE) desglosados en tres niveles (1, 2 y 3) en función de su relación más o menos directa con el Tema General de referencia. La plasmación gráfica del organum en lo referido a las políticas culturales es la siguiente:
Fuente: MARTINELL, Alfons y LÓPEZ, Taína. Políticas culturales y gestión cultural. Organum sobre conceptos clave de la práctica profesional.
Pero veamos en concreto la aplicación a la política cultural que es el asunto que nos interesa.
Para los autores el Domino General de las Políticas Culturales incluye nueve Temas Generales que lo acotan conceptualmente:
Obviamente cada Tema General incluye un listado de Temas Específicos. Lo interesante de este trabajo es que nos permite un acercamiento al propio concepto de política cultural a través de los tesauros y listados, acotarlo a partir del desglose de sus relaciones. Así podemos afirmar que, y es una interpretación propia, la política cultural se define por:
Como resumen podemos afirmar que el organum conceptual que elaboran resulta un instrumento muy interesante para acercarnos a las políticas culturales ya que tiene la capacidad de mostrarnos una cantidad importante de aspectos, ámbitos, herramientas y conceptos que se precisan para centrar y comprender el concepto mismo de política cultural y su complejidad. Con toda probabilidad han abierto camino con este trabajo en ese sentido.
Otro camino para acercarnos a la política cultural, o a las políticas culturales como gustan en llamar numerosos autores y profesionales, es el de la lexicografía entendida como técnica de construir diccionarios. Curiosamente en este ámbito disponemos de tres obras diferentes con las que realizar un ejercicio de comparación para acercarnos al concepto de política cultural. Dos más recientes y otra con más años.
La primera obra corresponde al brasileño Teixeira Coelho (2009) editor, novelista, catedrático de la universidad de Sao Paulo, fundador y coordinador del Observatorio de Políticas Culturales y director del Museo de Arte Contemporáneo de Sao Paulo entre otras experiencias profesionales y académicas. En segundo lugar trabajaremos con la obra de Pedro A. Vives (2007), un glosario crítico de gestión cultural del año 2007. Pedro A. Vives es historiador, consultor autónomo, docente universitario, responsable de instituciones y programas culturales iberoamericanos y autor de numerosas obras. El tercer texto, el más antiguo en el tiempo, obra de Héctor Santcovsky (1995), y fue editado por el Centro de Documentación e Información Cultural de la Diputación de Cádiz siendo traducción del catalán de la obra editada anteriormente por el IMAE (Institut Municipal d’Animació i Esplai) del Ayuntamiento de Barcelona y se trata de un Léxico sobre acción cultural. La extensión y complejidad de las definiciones que ofrecen los autores es diversa lo que dificulta la posible aproximación al concepto que pretendemos. Por esta causa se ha procedido a elaborar un cuadro resumen de los cuatro elementos principales, a nuestro entender, que pueden darnos idea del concepto que manejan. Esos elementos son:
El cuadro resultante es el siguiente:
Fuente: Elaboración propia a partir de los textos de los autores.
Antes de continuar conviene aclarar que no es un intento de comparación para destacar o resaltar ninguna de las aportaciones sobre las otras. Lo que se pretende es un ejercicio de búsqueda de aquellos elementos que nos acerquen al concepto de política cultural a partir de las aportaciones de tres investigadores que han reflexionado sobre el concepto de una manera crítica, como señalan incluso dos de ellos en los títulos de sus textos. La lectura de sus aportaciones, resumida en el cuadro anterior, nos permite sacar algunas conclusiones:
De todo lo arriba expuesto, de los diversos acercamientos al concepto de políticas culturales, podemos extraer un conjunto de elementos que concretan, o al menos acotan, a las mismas. En este sentido las políticas culturales se componen por:
Estos seis elementos nos centran en el qué son las políticas culturales, pero necesitamos conocer otros elementos y aspectos para su mejor compresión.
Las ciencias sociales, la sociología en concreto, como indica Rodríguez Morató (2012), realizan una oposición entre organizaciones que funcionan con tecnología definidas y se someten a controles en sus outputs a las que denominan organizaciones basadas en la eficiencia y, por el contrario, se encuentran las organizaciones cuyos objetivos y procedimientos son mas difusos y carecen de controles y a las que denominan organizaciones basadas en la legitimidad. Para el autor las administraciones e instituciones culturales, que canalizan la política cultural, se sitúan claramente del lado de las segundas… la política cultural dependería más de su adecuación a reglas institucionales, mitos legitimados y demandas ceremoniales, que de ningún tipo de output evaluable.
Es en este segundo marco de la legitimidad en el que se mueven las políticas culturales, incluso podríamos afirmar que las propias industrias culturales, con independencia de sus objetivos económicos, se encuentran fuertemente legitimadas por demandas simbólicas y mitos legitimados basados en los valores de lo cultural. En el caso del Estado contemporáneo la legitimidad de sus políticas culturales se enmarca en su papel como garantizador de entidad que cuida de todos y que habla en nombre de todos como afirma Coelho (2009). Esta legitimación, característica del Estado del Bienestar, tiene dos líneas argumentales. La primera es la idea de difusión cultural, la que considera que existe un núcleo de bienes culturales o patrimoniales que no sólo es necesario preservar sino que existe una obligación de tratar de poner al alcance de la ciudadanía, o del mayor número posible de ciudadanos. La otra línea argumental es la de intentar dar respuesta a las demandas sociales, un Estado que no es el que tiene la iniciativa como en el primer caso sino que da réplica a las necesidades y demandas de la población. Esta respuesta estatal, en la que basa su legitimidad para elaborar y aplicar políticas culturales se fundamenta, también según Coelho, en cuatro posibles paradigmas. Son:
Para el autor, estos paradigmas legitimadores de las políticas culturales no son excluyentes y es normal que en ocasiones aparezcan articulados entre sí. Por ejemplo, una práctica comunicativa es una condición indispensable para las políticas que buscan un encuadre ideológico determinado.
Otra perspectiva en torno a la legitimación de las políticas culturales, en clave de lo público, nos la ofrece López de Aguileta (2000) cuando afirma que pese a que los protagonistas de la cultura son los creadores y los ciudadanos en general existe una legitimación para una acción subsidiaria del Estado, acción que justifica en dos argumentos:
De estos argumentos, el autor deriva la necesaria intervención estatal en cultura. Y se apoya en tres razones:
En su fundamentación sobre la legitimidad de las políticas culturales el autor se remite a la Declaración de los Derechos Humanos y, en el caso español, a la Constitución de 1978. En esta línea podemos encuadrar la llamada Declaración de Friburgo sobre Derechos Culturales, una propuesta de un grupo de trabajo de expertos pero que es un intento serio de ordenar la dispersión de los derechos culturales dentro de los textos internacionales y enmarcarlos dentro de los derechos humanos en general. En concreto afirman:
Artículo 11. (responsabilidad de los actores públicos)
Los Estados y los diversos actores públicos deben, en el marco de sus competencias y responsabilidades específicas:
Nos encontramos ante la formulación de un derecho que implica una obligación o deber por parte de los estados. Un esquema que podemos comprobar en otras políticas públicas como por ejemplo en educación. Desde las declaraciones internacionales hasta los textos constitucionales de muchos países se refleja que la educación es un derecho de la ciudadanía y por tanto el Estado debe garantizar el acceso a la misma en la mayor igualdad de condiciones posibles. Por esta causa es tan importante que la cultura encuentre su encaje como un derecho más de los ciudadanos ya que de esta forma también se legitiman las políticas culturales públicas.
Otros autores fundamentan la legitimidad del Estado para elaborar y aplicar políticas culturales en la consideración de la cultura también como una actividad productiva y generadora de bienes y servicios tangibles, siempre dentro de un marco de sostenibilidad. En ese sentido Pedro A. Vives (1992) señala que la cultura es un espacio público específico en el que ineludiblemente ha de intervenir el estado. Dicha intervención no responde a una mera expansión del horizonte operativo del estado mismo, sino que procede de la implicación productiva de la cultura en el crecimiento económico y, más extensamente, en el diseño y la obtención del desarrollo equilibrado de una sociedad moderna; a ello hay que añadir hoy día la relación de la cultura con paradigmas operativos como desarrollo humano y desarrollo sostenido. Se trata de una visión en clave de Estado del Bienestar, como otras anteriores que hemos visto, y que legitima la acción pública en que la cultura es parte del sistema productivo de una nación y precisa de la regulación estatal con criterios de desarrollo humano y sostenible.
Esta línea argumental de legitimación de las políticas culturales públicas ha ido en constante desarrollo en los últimos años. Una descripción la encontramos en la Guía para la evaluación de las políticas culturales locales, elaborada por la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) (VV.AA. 2009), cuando trata de describir la supuesta centralidad que han ido adquiriendo las políticas culturales en el conjunto de las políticas locales. Desde mediados de los años ochenta se desarrolla el modelo del triángulo del desarrollo sostenible y que señala como pilares esenciales del desarrollo sostenible a la economía, la inclusión social y el medioambiente.
Pero la gestión cultural no debe acomodarse acríticamente en oportunidades tecnológicas. No debiera aceptar como cambio devenido el escenario de la crisis neoliberal ni permanecer neutral o desdeñosa ante retos pasados de moda según qué insidia. Si bajo una óptica de individualismo el objeto de la cultura queda satisfecho en la necesaria libertad de opción, el enfoque social más básico sigue señalando que ese mismo objeto comporta un imperativo funcional: opción para ser más libres precisamente y para ejercer en mejores condiciones esa libertad. Entonces, y ya que la tecnología nos proporciona mejores herramientas, la cultura no puede descartarse entre las tareas de lo colectivo a efectos de dicha funcionalidad; pero además, como procedemos de una idea de bienestar que nos ha transmitido qué metas y qué renuncias hacen posibles una mejor vida en común, no cabe gestionar sólo desde los recursos obviando las circunstancias concretas en que la persona se sitúa en el conocimiento, en la cultura, en la trama de su sistema y en el abanico de sus expectativas.
Esto último implica para la cultura y su gestión la exploración de un contexto humanista que ubique al hombre en el centro de las cosas; aun asumiendo el problema de dilucidar qué implica humanismo en tiempos digitales: si sólo es una forma de crítica a la modernidad reciente o, como insinuaba Manuel Cruz, simplemente un objetivo del pasado con el que ahora se revela nuestra impotencia. Cabe pensar que en la contemporaneidad la cultura parece reclamar humanismo al tiempo que lo obstaculiza, lo percibe inhábil frente a las complejidades tecnológica y política; cultura y humanismo sugieren hasta ahora una desiderata cándida e impotente frente al desdén por el conocimiento gestado en la desigualdad sin retorno, en una desigualdad conectada, interactiva y cuantificable pero nunca presentada como frustración cultural —los «chavs» de Owen Jones—. Desigualdad que alimenta nuestra carencia de una «razón común», como ha señalado Antonio Campillo, con la que afrontar los retos y riesgos de vida, convivencia, libertad y supervivencia misma de millones de seres humanos. ¿Sería esa «razón común» el contenido primordial del humanismo de aquí en adelante, la manera de colocar al hombre, a la humanidad como eje de la cultura?
Y a su vez, ¿qué comprende ahora la humanidad? La suma diversa de la especie no puede abstraerse de sus logros como tampoco de sus errores. Gestionar cultura no puede atenerse a la celebración del homo sapiens ni del homo ludens hurtando analógica o digitalmente —tanto daría— las deudas de alienación que han desembocado en desigualdad, o proponiendo que sea viable el futuro devaluando e ignorando los aprendizajes intelectuales del pasado. Si la cultura se enfrenta hoy a una mundialización capaz de maquillar las improntas sociales, religiosas, políticas, laborales de una alienación globalizada, su gestión puede que tenga que retrotraerse a un romanticismo con el que desafiar al márquetin de verdades de esta otra —y cicatera— ilustración digital que nos ha traído hasta aquí. Humanismo entonces a la caza de razón común, como rebelión, con las «humanidades» pero sin academia astringente, con más Grecia y más Roma pero menos latín de tedeum. Humanismo como práctica ética en el conocimiento del hombre y su entorno, pero no como paradigma moral; sin mística ni clave trascendente, sin premisas crédulas en un bien absoluto llamado a suceder nunca. Humanismo con la persona y su libertad, de compromiso y no como asepsia ideológica esgrimida tantas veces.
Claro, se dirá, que una disposición humanista a salvo de chantajes éticos habrá que saber en qué tesitura, qué entorno y con qué recursos será posible. Por lo visto hasta ahora, nada parecido será viable en un sistema social y económico como el que hemos desarrollado y creído disfrutar, basado en lo que Pérez Yruela ha sintetizado como «la insaciabilidad de las necesidades». Si además dejamos correr la nefasta confusión de bienestar con democracia, y viceversa, la cultura seguirá siendo subsidiaria tanto para la sensación de confort personal como para la de convivencia, y un enfoque humanista de su gestión resultará prescindible si no inoportuno. La gestión del mercado del arte o las antigüedades, de las superproducciones escénicas o cinematográficas, de los grandes eventos, muestras y artificios varios, no necesitarán humanismo alguno en corto ni largo plazo porque la economía descontrolada, los frenos institucionales a las mayorías, las ententes mediáticas no habrán clausurado su modelo insaciable; en su derredor, las TIC harán innecesario el humanismo para el videojuego y la interactividad misma —las bazas populares del modelo— completando un círculo impenetrable: el de la cultura ascendida a la especulación. Su gestión será —ya lo es— mercancía optativa en escuelas de negocios.
A pie de obra el avance liberal, y especialmente en su versión thacherista, ha constreñido la expansión de la cultura y sobre todo ha minado en gobiernos y administraciones occidentales su oportunidad histórica y su viabilidad fiscal y financiera. Para esa contención ha sido esencial presentar la cultura local y barrial, la de infraestructuras de proximidad y la puesta en valor del patrimonio como gasto cuestionable del bienestar y como freno a la iniciativa individual o a un saludable emprendimiento privado. En ese gasto, no obstante, había estado la base de un crecimiento, descompensado por sectores sin duda, pero capaz de cimentar la simbiosis entre cambio social y crecimiento cultural —un desarrollo cultural concreto—, sobre la que fue madurando la gestión de cultura. Como el escenario genérico resultante, acrecentado por la crisis, es un retroceso neto de la oferta cultural y un empobrecimiento de los agentes, actores y empresas más cercanos a la ciudadanía, la polarización eidética entre una cultura «culta y tecnológica» y otra «trillada y estanca» ha tomado asiento para quedarse en la mentalidad de generaciones socialmente desubicadas y laboralmente abatidas: la tecnología habrá de ser su link con el conocimiento.
La cultura y su gestión, entonces, pueden acomodarse a una formalidad metodológica conocida o rebelarse con sus herramientas probadas y por descubrir. En el primer caso compondrá una gerencia más o menos eficaz de servicios y productos de un ocio en pronosticable descomposición. En el segundo, con similar materia prima desde luego, gestionar cultura puede jugar un papel en la recomposición del bienestar, en la devolución al ciudadano de su derecho a modernidad, a contemporaneidad; podría, en alternativa a foros virtuales y quién sabe si virtuosos, restablecer para las personas las letras y las artes como encuentro de ideas, de territorio y de tiempo. La cultura, sus símbolos, sus estilos caducos, sus hallazgos superados, podría redescubrirse en calidad de necesidad saciada desde la que el hombre, y la humanidad, consideren cuál vendrá a ser una razón común que reconozca errores e imagine cómo acertar la próxima vez.
Triángulo del desarrollo sostenible
Fuente: Guía para la evaluación de las políticas culturales locales. Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP).
Como indican los autores de la guía estamos ante una teoría consolidada y muy aceptada para explicar las bases de las políticas públicas sostenibles y del bienestar. Sin embargo, igualmente a juicio de dichos autores, la cultura ha desarrollado en los últimos años una centralidad creciente dentro de las sociedades contemporáneas. Citando la obra de Jon Hawkes (2001) se considera que la cultura se ha convertido en un cuarto pilar del Estado del Bienestar y que adquiere por ello una mayor importancia dentro del conjunto de las políticas públicas. Gráficamente concretan así esta teoría del desarrollo sostenible:
Cuadrado del desarrollo sostenible
Fuente: Guía para la evaluación de las políticas culturales locales. Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP). Gráfico adaptado de Jordi Pascual.
Completando su marco conceptual para evaluar las políticas culturales públicas los autores apuestan por cinco ámbitos de las mismas (que son los que tratarán de medir en su propuesta de indicadores). Estos ámbitos temáticos constituyen, a nuestra manera de ver, una aproximación bastante acertada a importantes elementos que legitiman la acción pública en la cultura. Son:
Como resumen de todo lo anterior podemos afirmar que la legitimidad de las políticas culturales públicas, en el marco de los estados democráticos, se articula en torno a cuatro principios esenciales: valor, derecho, responsabilidad y oportunidad. Este marco de legitimidad es el enunciado en el informe de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo Nuestra diversidad creativa (VV.AA. 1997), más conocido como informe Pérez de Cuellar, ex-Secretario General de Naciones Unidas y coordinador del informe. Los autores se expresan en los siguientes términos:
Una interesante visión de Pau Rausell (Poder y Cultura. El origen de las políticas culturales), desde la economía de la cultura, completa lo afirmado en este informe, en concreto lo referido a la cultura como valor en tanto que fundamento de políticas culturales. Para este autor hablar de valor cultural es hablar de un concepto demasiado amplio y se necesita un análisis más preciso. En concreto, Rausell afirma que comprende varios valores de características distintas, a saber:
Hemos podido comprobar a lo largo de este apartado que existen numerosas bases y diversos fundamentos para la legitimidad de las políticas culturales públicas. Autores diversos, desde la economía a la antropología, justifican el papel del Estado como promotor e impulsor de acciones políticas en el ámbito del sector cultural. A modo de resumen podríamos señalar:
Teixeira Coelho (2009) ofrece una clasificación de las políticas culturales en base a la perspectiva ideológica. Reduce a tres las formas que pueden adoptar las políticas culturales públicas desde el enfoque ideológico:
El enfoque ideológico es necesario e interesante pero insuficiente a los efectos de poder describir la variedad existente de posibles políticas culturales. Cuando hablamos del análisis del profesor Vidal-Beneyto ya nos referimos a los tres modelos que nos señala. Volvemos a este tipo de clasificación porque mantiene su vigencia y ha sido ampliada en los últimos años. Iñaki López de Aguileta (2000) realiza una categorización de modelos basado en la anterior y que distingue cuatro tipos diferentes:
¿Qué modelo o modelos de políticas culturales nos encontramos en la actualidad? Sin duda la crisis ha supuesto un impacto traumático para las políticas públicas en general y muy en concreto para las culturales. Más allá de las reducciones presupuestarias que afectan a servicios esenciales como museos o bibliotecas, de las subidas impositivas que desaniman a los públicos y de los recortes en ayudas a las industrias culturales, podemos afirmar que nos encontramos ante un escenario de cambio en las políticas públicas. Frente a este escenario, que algunos califican como cambio de paradigma, lo más cierto que se puede afirmar es que no hay certeza de cuál paradigma será el triunfante y, lo que es más grave, cuál sería el necesario para el sector de la cultura. Los hechos esenciales ante los que nos encontramos y que definirán esas políticas son:
Con estos condicionantes es difícil saber qué modelo de políticas nos depara el futuro, incluso el más inmediato. Estamos en una situación en la que se podría afirmar que el paradigma dominante es la entropía, la tendencia al desorden, pero que si funciona, al igual que en la Física, desembocará en algún tipo de equilibrio. Sin embargo, lo que si es cierto es que el Estado seguirá teniendo un papel importante en el sector de la cultura por tradición y por vocación, habrá política cultural pública.
La definición que se ofrece en la obra de Teixeira Coelho Diccionario crítico de Política Cultural es la siguiente:
La política cultural constituye una ciencia de la organización de las estructuras culturales y generalmente es entendida como un programa de intervenciones realizadas por el Estado, instituciones civiles, entidades privadas o grupos comunitarios con el objeto de satisfacer las necesidades culturales de la población y promover el desarrollo de sus representaciones simbólicas.
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